martes, 24 de julio de 2012

Figuras en una casa (2ª parte)



El Sr. López vivía en Madrid. Madrugamos y a las nueve de la mañana estábamos llegando a la estación de Atocha. La gente caminaba apresuradamente por los andenes, en ambas direcciones. Por la megafonía anunciaban las próximas salidas. El bullicio era ensordecedor y yo hubiese querido huir, de no ser porque el olor a café y bollería recién hecha me recordaron que todavía no había desayunado y comencé a soñar con uno de esos cruasanes amontonados en la vitrina de la cafetería. –Vamos a tomar un café, Juan me dijo el jefe –siéntate y pídeme un cortado, enseguida vuelvo. Yo asentí con la cabeza, aliviado porque por fin iba a reponer  fuerzas. Cuando iba a tomar asiento observé que unas mesas más allá de la nuestra desayunaba un individuo que últimamente merodeaba alrededor nuestro. Desde hacía unas semanas lo veía por todas partes. Habiéndonos seguido hasta Madrid confirmaba mis sospechas de que por algún motivo me espiaba. Era inconfundible por un mechón canoso que blanqueaba su tupé. Aparté la vista durante unos minutos para pedir al camarero y cuando volví a mirar ya se había marchado. Nos sirvieron nuestro desayuno y el hambre hizo que olvidase todo lo que acababa de ocurrir y pusiera todos mis sentidos en calmarlo. El comisario regresó y se dispuso a tomar también su café. Estaba muy simpático, poco habitual en él.  Me contó que al ir a comprar la prensa, se había encontrado con un amigo de la infancia y lo agradable que le había resultado volver a verlo. Me habló de su afición por la pesca y cómo desde niños se pasaban horas junto al río esperando a que algún pez despistado picase. Hablando de aficiones sacó a relucir mis aptitudes con el dibujo y me pidió que le enseñase mis apuntes. Saqué mi bloc de la mochila. Él pasó las hojas y observó los dibujos con más detenimiento que nunca. Yo estaba sorprendido y a la vez halagado por  los comentarios del comisario. – ¡Lo haces francamente bien, Juan!,  siempre inventas algún detalle; desorden en la estancia, algún arma, el cuerpo de la víctima en otra postura … ¿por qué lo haces, Juan? Le expliqué, sin poder disimular mi fascinación, cómo en mi cabeza me imaginaba la escena perfecta y así la plasmaba en mis ilustraciones. Negreira hizo un gesto de asombro que duró unos segundos, cerró el cuaderno y me lo entregó de vuelta. Entonces, sacó un sobre de su maletín. Era el informe del forense, pero no alcancé a leerlo. Lo volvió a guardar, terminó el último sorbo de su taza y levantándose dijo – calle de Moratín, número 15, vamos a hacer una visita al pintor. En marcha. Lo seguí y salimos de la estación.
El Sr. López nos recibió muy cortésmente. Se había enterado por la prensa del fatal suceso. El comisario le hizo unas preguntas y enseguida comprendió que el artista no había tenido nada que ver en el asesinato. Además, la noche de los hechos, había inaugurado una exposición por lo que tenía coartada. Tras escasos treinta minutos, salimos de la casa dispuestos a volver a tomar el tren y regresar a la comisaría.
En el viaje conversamos mucho. Hablamos sobre todo de los dos últimos casos en los que habíamos trabajado y que no habíamos resuelto. El del bibliotecario que había aparecido muerto bajo una estantería que supuestamente lo había aplastado, pero que el forense determinó que la muerte había sido causada por estrangulamiento y el de la joven que hallamos ahorcada en un puente, con signos de violencia, por lo que se descartó el suicidio. Dos expedientes sin cerrar que a Negreira le traían de cabeza.
Cuando entramos en comisaría noté algo extraño. El ambiente no era el de siempre. Los compañeros cuchicheaban, parecía que nos ocultasen algo. Sonó el teléfono y el comisario se encerró en su despacho para atender una llamada que parecía importante. Su maletín estaba abierto y con cierta curiosidad, cogí el papel que no había conseguido leer en el desayuno. El informe del forense decía: Múltiples lesiones a nivel craneal. Muerte producida por herida profunda en el cuello con un arma incisocontundente, tal como un hacha de cierto tamaño y en un solo golpe enérgico”.
Casi no había terminado de leer la nota cuando una mano sobre mi hombro hizo que me girará. Era Negreira.  – Juan,  ya la han encontrado, se apresuró a decirme sin apartar su mirada de la mía, – es tal y cómo la dibujaste. También sabemos que cometiste los otros dos asesinatos. Te has metido en un buen lío, chico. Y esposándome como si fuera un criminal me dijo que estaba detenido.
***
Llevo 8 años entre estas cuatro paredes. A veces me dejan salir al patio y allí está el  señor del tupé blanco que no ha dejado de espiarme. Tuve que contar ante ese tribunal cómo estrangulé al bibliotecario y cómo preparé todo para simular su aplastamiento. También me hicieron confesar que había acabado con esa prostituta. Les expliqué que sus vidas eran muy pobres, y que no querían seguir viviendo. Que yo solo los ayude a abandonar su existencia y a cambio ellos me ayudaron a preparar una escena perfecta para poder dibujarla. La Señora de Gutiérrez era muy infeliz tras la muerte de su esposo y gracias a mí, cesó su sufrimiento. No lo entendieron. Me pusieron una camisa de fuerza y me encerraron en esta cárcel de muros blancos. El comisario Negreira me viene a visitar cada mes. Se sienta en silencio a mi lado, y abre y cierra la tapa de su encendedor …

jueves, 12 de julio de 2012

Figuras en una casa (1ª parte)

Figuras en una casa. Antonio López García.

El comisario Negreira contemplaba en silencio la escena del crimen. Cuando abría y cerraba la tapa de su encendedor yo sabía que no debía molestarle, cualquier interrupción le malhumoraba y le hacía perder el hilo de la investigación.  En mi afán de no desviar la atención de mi superior, yo tomaba notas en mi amarillento bloc. En sus páginas, grabados a carboncillo, parecían escucharse los gritos de las víctimas, entre macabros dibujos de cuchillos ensangrentados e imágenes siniestras de los asesinatos cometidos. A eso me dedicaba mientras mi jefe hacía su trabajo.

Tendida en el suelo yacía la Señora de Gutiérrez, viuda desde hacía unos meses. El cuarto todavía olía a pintura fresca de los rojos brochazos que cubrían sus paredes.  Junto al cadáver, el caballete de un pintor con una obra inacabada.
– Juan, acércate – me dijo Negreira acariciándose la barbilla – Mira qué curioso este cuadro ¿qué te llama la atención de él? – me preguntó. – Pues, qué está sin terminar, mi comisario – contesté torpemente. – Eso salta a la vista Juan, pero es curiosa la presencia de espectadores en el retrato. –Somos sus hijos–, irrumpió una voz femenina acompañada del sonido de unos tacones que se acercaban. – Mis hermanos y yo, encargamos al Sr. López un retrato de nuestros padres y, para nuestra sorpresa, nos incluyó en el lienzo. Al morir mi padre quedó sin terminar. La recién llegada comenzó a llorar desconsoladamente. – Estamos totalmente destrozados, esta inesperada desgracia no tiene ningún sentido. ¿Quién querría hacer daño a nuestra madre?. – Por favor, detengan al culpable y que pague por ello, esto es horrible … Negreira la tranquilizó ofreciéndole un cigarrillo que ella aceptó. Ambos se sentaron en la salita contigua dónde tras asegurarse de que se encontraba mejor, comenzó a hacerle algunas preguntas con el fin de hallar alguna pesquisa que le indicara hacia qué dirección encaminar su indagación. Averiguó que sus dos hermanos estaban de camino desde Suiza, su lugar de residencia. Que ella vivía en Madrid y que el día anterior había comido con su madre y no había percibido nada extraño en su comportamiento. Hablaron del testamento de su padre y de cómo sus últimas voluntades no habían supuesto polémica para la familia.

Mientras tenía lugar el interrogatorio, yo continuaba esbozando el suceso en mi cuaderno. Me sentía satisfecho cuando conseguía trazar hasta el más mínimo detalle. El comisario me vigilaba desde su asiento con disimulo y yo le hacía creer que no lo advertía. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia mí. Pensativo extendió su mano pidiéndome el cuaderno. Miró varias veces comparando la estancia con uno de mis dibujos. – Juan – me preguntó – ¿por qué has dibujado esta hacha? Yo no la veo en el cuarto. – lo siento, Señor – respondí dubitando – he debido imaginarla. Me devolvió la libreta, sacó su encendedor del bolsillo y comenzó a jugar con la tapa. Tras unos minutos en silencio mirando al infinito, como quien quiere traspasar los muros y ver más allá de lo que nuestra vista alcanza, se puso su chaqueta y me dijo  – Nos vamos, Juan –  aquí ya hemos terminado.

Esa noche me costó mucho conciliar el sueño. Estaba inquieto, tenía sudores y mis piernas, ajenas a mis órdenes, no paraban. Me quedé dormido y enseguida sonó el despertador que instintivamente cogí y lancé contra la pared. Me senté en la cama unos minutos. Sabía que me esperaba un largo día por delante junto al comisario. Me levanté y preparé un café bien cargado. Tras una ducha salí de casa en dirección a la estación.
                                                          






lunes, 2 de julio de 2012

Tormenta en Peñalara



Él se quitó su jersey de rayas marrones y verdes y lo puso sobre mis hombros.  Aceptar que se acababa el verano y renunciar a ir ligera de ropa y con los pies desnudos, era ardua tarea para mí y siempre me sorprendían los primeros fríos. Pero mi vigía permanente, nunca me fallaba.  A su lado, me sentía protegida, feliz y completa.
– Eres mi ángel de la guarda y mi otra mitad – le dije con un abrazo – . Satisfecho, no pudo contener una enorme sonrisa.

                                                  ***
Sergio y yo habíamos empezado a salir en el instituto seis años atrás. Mi primer amor. Yo su cuarta o quinta conquista, y simultáneamente al mío, tuvo al menos otros seis amores. Perdidamente enamorada, solo vivía por y para él. A Jaime no le gustaba nada, decía que ese chico me haría sufrir y que debía alejarme de él. – Lo que ocurre es que estás celoso – le replicaba yo enfadada. A veces, le descubría espiándonos cuando íbamos al cine sentado unas butacas más atrás o desde la ventana del bar dónde bebíamos mientras jugábamos al billar. Cuando llegaba tarde a casa después de una salida nocturna, ahí estaba, en el porche esperándome. Yo no soportaba más esa situación y le gritaba que me dejase en paz. – Antes te gustaba que siempre estuviésemos juntos – me decía con tristeza.  Yo me sentía muy mal cuando le disgustaba, sabía que lo pasaba muy mal y que sentirse culpable no era bueno para él. Desde que teníamos uso de razón nunca nos habíamos separado. El nuestro era un amor especial y desinteresado. Existía una conexión absoluta entre ambos, capaces de conmovernos percibiendo lo que el otro sentía, siendo felices si el otro lo era, llorando si la vida nos maltrataba a alguno.
                                                   * * *
Tras divorciarme de Sergio regresé al pueblo. Todo continuaba tal y como lo había dejado cinco años atrás. Mi matrimonio no había sido como yo soñaba. Tras la noticia del embarazo y después de la boda, nos marchamos a Madrid porque allí había encontrado mi flamante esposo un trabajo en una fábrica de cerveza. A los cuatro meses perdí el bebé que esperábamos y afortunadamente no volví a quedarme en estado. Pensar en Jaime e imaginarlo a mi lado era lo único que me hacía sentir bien. Cuánto lamenté haberme alejado de él ... Entre borracheras e infidelidades, fueron unos años para olvidar.
                                                     * * *

– Debí haber seguido tus consejos, Jaime – le confesé mientras paseábamos – ¿Volvemos a casa? Vas a coger frío sin tu jersey – le dije mientras le daba la mano. Jaime asintió y emprendimos el camino sendero abajo. Observé que su respiración era agitada y que no tenía buen color de cara. Comenzó una tormenta y aunque aligeramos el paso llegamos a casa empapados. Él se fue directamente a la cama,  – me he agotado con la caminata – dijo excusándose.
¿Le pasa algo a Jaime, mamá? – pregunté temblorosa – Su corazón ya no aguanta más, cariño – me dijo con lágrimas en los ojos – Siento no habértelo contado antes, pero no quería añadirte más sufrimiento. Me quedé paralizada, no podía imaginar la vida sin mi hermano, mi amado compañero, mi otro yo desde que compartimos el útero materno. Los médicos ya nos habían advertido de que la patología congénita que sufría, a causa del síndrome de Down, no le permitiría sobrevivir más allá de los veinticinco años.

Nos dejó de madrugada. Por mi cabeza uno a uno fueron desfilando grandes momentos. Aquel verano en el que Jaime y yo aprendimos a nadar, las noches en vela pidiéndome que le leyera otro cuento, su entusiasmo por aprender a montar en bicicleta, nuestros paseos por la sierra, su capacidad de sorpresa ante lo cotidiano, la música que tanto nos gustaba escuchar juntos, sus abrazos.

Esa mañana había muerto una parte de mí. Pero yo sabía que él estaba bien, porque sentía su paz. Ya había cesado esa presión en el pecho que durante la noche nos había torturado. De camino hacia el cementerio, la tormenta había parado y un sol brillante me iluminaba.

Lo más visitado última semana